Se pueden decir muchas cosas buenas de House of Cards. Es evidente que cuando una de estas nuevas
plataformas de visionado invierten dinero en producciones propias, un mínimo de
calidad está asegurado, ya que al público suscriptor no se le puede abastecer
con medianías. Pero también hay que destacar el hecho de que no estamos ante
una serie de pretensiones mayoritarias, sino ante un drama de intriga política,
y eso es algo que el espectador medio no siempre busca. Pero, más allá de esas
consideraciones, creo que ésta es una serie que podría ganarse a un público más
amplio, gracias a una serie de ingredientes inteligentemente colocados…
Antes de empezar a hablar de referencias y precedentes (El Ala Oeste ha de ser citada
obligatoriamente), querría destacar el motivo por el que me encanta House os Cards: todos los personajes son
malos. A mi, como a tantos otros espectadores de cine y series, me chiflan los
villanos, y aquí tenemos una galería inabarcable de malotes, desde los más
bajos niveles de la Administración hasta el propio inquilino del Despacho Oval.
Todos ellos se mueven en tramas típicas del contexto: la lucha por el poder, el
tráfico de influencias, la importancia de los medios de comunicación…política,
en definitiva.
En estas dos primeras temporadas hemos asistido al ascenso
imparable de un personaje que ya es historia de la televisión. El Frank
Underwood encarnado por Kevin Spacey probablemente termine trascendiendo más
que el Josiah Bartlett interpretado por Martin Sheen en El Ala Oeste. El motivo
tiene que ver con lo que antes citaba. Si Bartlett era un personaje intachable,
casi un Atticus Finch de la política, el amigo Frank es el diablo, un
indeseable a la altura de otros psicópatas a los que antes había puesto cara Spacey
en el cine.
Las diferencias con aquella maravilla creada por Aaron
Sorkin van mucho más allá, puesto que, no lo olvidemos, hay en los creadores de
House of Cards una intención mucho
más evidente, la de querer enganchar mediante la inclusión de elementos capaces
de atraer a un espectro más amplio de audiencia. Si El Ala Oeste buscaba la verosimilitud en la acción, adoptando en
ocasiones un tono casi documental, como si las cámaras se hubiesen colado de
verdad en los pasillos y despachos de la Casa Blanca, House of Cards apuesta por el thriller y por la apología de la
maldad, haciendo que nuestro protagonista cometa actos de difícil credibilidad
en alguien con su estatus.
Y puede que ahí resida la clave del éxito. Se sacrifica
verosimilitud para componer un malo legendario, un sádico cuyos niveles de
podredumbre moral jamás ha alcanzado ni alcanzará ningún inquilino real del
sillón presidencial en el país más poderoso del mundo.
La calidad está en los nombres, por supuesto. Kevin Spacey
es el motor, pero no hay que olvidar que detrás de las cámaras se han puesto
tipos tan competentes como David Fincher, James Foley e incluso mujeres como Jodie
Foster y la propia Robin Wright, a quien cuesta verla en un personaje así tras
esa imagen imperecedera de La Princesa
Prometida.
Porque, como decía antes, todos son malos. House of Cards es una orgía de maldad,
que no permite ni una concesión. Ese exceso puede pasarle factura, ya que un
poco de buenismo nunca viene mal para compensar. Pero yo, al menos, la estoy
disfrutando mucho así.
Sólo le pongo un pero, y es ese recurso que a mi me chirría
de ver al protagonista dirigirse a la cámara para hablar con el espectador. De hecho,
en el primer capítulo de la segunda temporada creí que se había abandonado,
pero al final del episodio se reveló que sólo era un engaño, y que ese pedazo
de cabrón llamado Frank Underwood seguía vigilándome.
Me encanta House of
Cards, y espero seguir disfrutando con esta colección de malas personas. Eso
sí, echaré mucho de menos a Kate Mara.
Os lo contaré…
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