Las adaptaciones comiqueras que no se basan en aventuras de superhéroes han sido hasta ahora satisfactorias. Sin acordarme de todas, cosas como V de Vendetta, Camino a la Perdición o Una Historia de Violencia se han aprovechado del buen material original para convertirse en excelentes películas, reivindicando además esa novela gráfica que se aparta de los convencionalismos propios de los empijamados. En el caso de Scott Pilgrim contra el mundo, ese estimable nivel no se mantiene, supongo que por la condición de cómic casi underground, de producto sólo digerible por un lector de perfil determinado, frente a las historias mucho más accesibles al amplio espectro de público que representan las anteriormente citadas.
El caso es que el cómic de Bryan Lee O'Malley, que no he leído, se adapta como un guante a las pretensiones de un director como Edgar Wright, responsable de la hilarante Zombies Party, por su condición de producto frívolo, juvenil, contado de manera audaz y, en ocasiones, rompedora. Las conexiones entre la película y aquella comedia sobre muertos vivientes de detectan tras pocos minutos de metraje, ignorando incluso la identidad del cineastas responsable de Scott Pilgrim. Es, sin duda, cine del siglo XXI, cine para la generación MTV, que apuesta por lo visual, por los planos cortos, las escenas breves y el montaje frenético, sin importar la historia y los personajes, siempre que éstos sean jóvenes y se integren en el perfil de los sujetos enganchados a todo tipo de gadgets con una "i" encabezando el nombre.
A mi, sin embargo, poco o nada me interesa esta corriente. Puedo dejarme atrapar por una manera poco convencional de contar una historia, siempre que al menos esa historia sea mínimamente interesante. En este caso las andanzas amorosas de un joven (peculiar, pero ni por asomo capaz de cargar con el peso de una película) y las ocurrencias de su troupe no me perecen excusa suficiente como para que los recursos narrativos novedosos me seduzcan. Y son muchos.
Se heredan las onomatopeyas del Batman televisivo de los 60, las acrobacias imposibles del manga en las peleas y los mensajes escritos en la pantalla para explicar aspectos relacionados con personajes y situaciones. Es, en ese sentido, una película absolutamente rompedora e innovadora, que precisamente por esa condición puede provocar sentimientos encontrados. Me da que habrá triunfado entre un espectador ansioso por encontrar en los cines productos nuevos, que satisfagan su voraz apetito visual, relacionado con las tendencias antes expuestas y con alguna más (videoclips y videojuegos, esencialmente). Ese espectador la amará, otros, entre los que me encuentro, la odiarán.
Edgar Wright estaría entre los primeros, en el caso de que no hubiese sido una película dirigida por él. No hay mucha diferencia entre Zombies Party y Scott Pilgrim, hasta el punto de que éste, encarnado por un Michael Cera consolidado como el hieratismo efectivo del cine actual, podría pasar por hermano, o al menos primo del personaje encarnado por Simon Pegg en aquélla. No hay muertos putrefactos, pero sí una horda de personajes-incordio que hacen imposible la felicidad de Scott, a lo que éste responde de la misma forma que aquél en su batalla contra los zombies: con estulticia, estupidez y casi autismo. La atmósfera es la de aquella película anterior, pero allí funcionaba mejor, y, ante todo, el componente cómico era más satisfactorio.
Sorprende lo bien que adapta el resto del reparto a una propuesta tan novedosa. Aunque tratándose de tipos tan peculiares y fuera del sistema como Kieran Culkin, Brandon Routh (no hubo Superman triunfante, no hay carrera exitosa...), Jason Schwartzman o Mary Elizabeth Winstead tampoco es de extrañar tanto. Otros, como Chris Evans o Anna Kendrick se integran sin llamar la atención.
Tendrá sus fans, pero a mi no me ha gustado nada. Es otro cine, otra cosa, el perfecto alimento cinéfilo de un espectador muy concreto. No niego su condición de producto destinado a ellos, pero yo busco otra cosa.
Mi puntuación en IMDb:3.
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