No son muchos los cineastas que pueden presumir de ser capaces de mantener un mínimo de calidad en cada una de sus películas. Pero los casos de Woody Allen y Clint Eastwood son especialmente significativos, por su imparable capacidad creativa, por su fertilidad artística, que les lleva a estrenar una película al año. Y siempre con demostraciones de calidad, garantizando al menos una pequeña dosis de buen cine, y, en el caso del viejo Eastwood, un aroma a clasicismo, a celuloide añejo que sólo él es capaz de hacer. La novedad, en este caso, reside en la temática escogida: Más allá de la vida se adentra en los siempre difíciles terrenos de la parapsicología, el contacto con el más allá, tema en principio muy apartado de los típicos intereses cinematográficos de quien antes portaba un poncho y disparaba antes de preguntar. Pero si eres Clint Eastwood, eres capaz de hacerlo...
Lo que nunca hará es comedia o musical. Él es un tipo duro, y sólo nos sacará una sonrisa con los chascarrillos de los personajes de los que se despidió como actor en Gran Torino. El Eastwood director se propone, a sus ochenta años, ampliar su mirada cinéfila con propuestas y temáticas que reflejan una evolución inigualable, que le ha llevado del spaghetti western a un estilo como cineasta que casi se identifica con el cine europeo más clásico. Efectivamente, con su nueva película se instala en un cine reposado, sobrio, y lo hace paradójicamente cuando escoge un género propicio para los excesos, y, además, cuando rueda el más impactante de los prólogos de una de sus películas. Algo así le había ocurrido en aquella rareza que era Medianoche en el jardín del bien y del mal.
Para situarnos en el contexto adecuado, hay que remontarse a los orígenes del proyecto. En los créditos figuran los nombres de Frank Marshall y Kathleen Kennedy como productores, habituales en el cine de Spielberg, quien también aparece como productor ejecutivo. Estamos pues ante un proyecto ambicioso, un derroche de medios que Eastwood utiliza para llevar la historia a su terreno, por mucho tsunami impactante que abra la función. Rueda en San Francisco, Londres, París o Hawai, sin reparar en gastos. Un presupuesto gigantesco, sólo comparable a las incursiones del cineasta en el cine bélico, con aquel díptico formado por Banderas de nuestros padres y Cartas desde Iwo-Jima. La podría haber rodado Spielberg, pero lo hizo Eastwood.
En Peter Morgan encuentra el director a su mejor aliado. Se trata del guionista de The Queen, El Último Rey de Escocia, Frost/Nixon o Damned United, títulos más susceptibles de ser relacionados con las pretensiones de quien nos ha encandilado en los últimso tiempos con Million Dollar Baby o Mystic River. No se trata de apabullar con lo visual, sino con el talento a la hora de contarnos la historia de unos personajes marcados por unas circunstancias trágicas: la capacidad de hablar con los muertos, el hecho de haber sobrevivido a un desastre natural sin precedentes, o el tener que enfrentarte a la muerte de un hermano gemelo siendo un crío.
Ha sido Eastwood un maestro a la hora de hablar de temas fundamentales en su cine. Incluso en las películas más accesibles a un público mayoritario, como Gran Torino o Space Cowboys, sacaba punta a cuestiones mayores, como la asunción del paso del tiempo. También habló de la venganza en Mystic River o del perdón en Invictus. Y del amor en Los Puentes de Madison. Ahora lo hace sobre la muerte, casi nada...Y hace suyo un tema complejo, que, admitámoslo, casi nunca queda bien en la gran pantalla. Si repasamos cómo ha sido representada la guadaña en el cine en las últimas décadas nos toparemos con puestas en escena absurdas, desde lo onírico de las propuestas del propio Spielberg en Always o de Peter Jackson en The lovely bones hasta los ropajes de thriller que Joel Schumacher le otorgó en Línea Mortal, por no hablar de bodrios del calibre de Conoces a Joe Black?. Esto es otra cosa, porque Eastwood es distinto.
De hecho es capaz de que asumamos desde la butaca esa capacidad de Matt Damon como si de una habilidad al uso se tratase, como si fuese un buen peluquero o un buen podólogo, a pesar del trauma que le supone ese don que él considera una maldición. Es capaz, además, de que sintamos el desarraigo vital de quien es víctima de un hecho tan impactante como el tsunami inicial, y de que sintamos un cariño enorme hacia un niño que ha perdido a su hermano gemelo pero que no empalaga con lágrimas propias de un drama detestable. Es ese tono, esa cadencia, esa dirección de actores lo que hace de Clint Eastwood un cineasta único, poseedor de un estilo clásico al que nadie se acerca en la actualidad. Desde el logo de su productora Malpaso, cada película suya desprende ese marchamo de calidad que nos remite al Hollywood mas añorado.
Todos los personajes convergen en un final perfecto, en una época en la que no abundan las buenas historias rematadas con solvencia. Se nos mete además el cineasta en ese cine coral, de historias paralelas que tanto han triunfado en los últimos años, gracias a los trabajos de Iñárritu o al de Paul Haggis en Crash.
Puede que Clint Eastwood, como octogenario que ya es, haya querido acercarse a la muerte de una manera natural y tranquila, o puede que, simplemente haya querido demostrar que es capaz de impregnar su estilo en cualquier propuesta argumental. En cualquier caso, ha hecho, una vez más, una estupenda película.
Mi puntuación en IMDb:7.
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